
Gansos que hablan
Olavo de Carvalho
O Globo, 24 de agosto de 2002
El trabajador inculto est� demasiado apegado a sus costumbres como
para dejarse influenciar por novedades. El hombre de esp�ritu superior
tiene esa intelecci�n directa y personal que prescinde de la
aprobaci�n grupal e incluso la desprecia. Queda, en medio, la multitud
de los esclavos de la moda: estudiantes, periodistas, peque�os
literatos, fabricantes de discursos partidarios - el
"proletariado intelectual", como lo llamaba Otto Maria
Carpeaux. La mayor locura del mundo
moderno ha sido haber hecho a esa categor�a de personas, con el nombre
de
intelligentzia, gu�a y maestra de su destino. Esa gente, sumamente locuaz, vac�a e
impregnada del m�s alto concepto de s� misma, ha retribuido la
gentileza creando el fascismo, el nazismo y el socialismo, y matando
en un siglo m�s gente que todas las tiran�as antiguas juntas, con
terremotos y epidemias de propina.
Todas las civilizaciones depositaron su confianza en la gu�a luminosa
de unos pocos sabios y en el conservadurismo obstinado de los hombres
del pueblo. S�lo la nuestra la ha depositado en un ej�rcito de
charlatanes imbuidos del deber sacrosanto de destruir lo que no
comprenden. Y luego se queja de que est� siendo destruida.
El Ap�stol S. Pablo dijo que el demonio nos cercar�a por la derecha y
por la izquierda, por delante y por detr�s. Significativamente, no
dijo �por arriba� ni �por abajo�. Lo que nos eleva hasta Dios o
afianza nuestros pies en el suelo est� libre del influjo demon�aco.
Quedan, entre el cielo y la tierra, las cuatro direcciones
horizontales, el �mundo intermedio�, el
mezzo
del cammin
donde los demonios arrastran en su loca vor�gine las ambiciones de la
inteligencia vana que se imagina creadora.
La democratizaci�n de la ense�anza, al abolir las barreras
econ�micas, deber�a, para compensar, haber instituido barreras
intelectuales, a fin de impedir que la bajada del nivel social
trajese, de contrabando, una ca�da del nivel de la conciencia. La
nueva elite de �menos favorecidos� tal vez ser�a menos numerosa, pero
habr�a superado en m�rito y calidad a sus antecesoras. En realidad, lo
que se ha hecho ha sido lo contrario: ya que la ense�anza es para
todos, �por qu� tendr�a que ser una ense�anza de elite? Para un
cualquiera, basta cualquier cosa. La masa de los neo-letrados, adulada
hasta las nubes, corre a las escuelas, a las librer�as, a los medios
de comunicaci�n, a los teatros y a los cines para recibir su raci�n
diaria de basura, que �l imagina superior a la educaci�n de un noble
del Renacimiento o de un cl�rigo del siglo XIII. Cualquier chico de
colegio, incapaz de silabear, se cree un portador de las luces por
haber nacido despu�s de Plat�n. Cualquier cronista de provincia habla
con desprecio de las �tinieblas del pasado�.
Entre el hombre que sabe y el que no sabe, dec�a
Montaigne, hay mayor diferencia que entre
un hombre y un ganso. Todo aquel que tenga
un poco de conocimiento de lo que fue la educaci�n en los siglos
antiguos no puede dejar de sentirse deprimido hasta las l�grimas al
contemplar hoy la multitud de gansos que hablan. �Y c�mo hablan!
Pues lo m�s incre�ble es la facilidad, la desenvoltura con que
cualquiera, consciente de no poseer personalmente determinados
conocimientos, se atribuye los m�ritos de �stos por alguna especie de
participaci�n m�stica en el �esp�ritu de la �poca�, bas�ndose en la
mera creencia de que existen en alg�n lugar, en alguna biblioteca, en
alg�n banco de datos. S�, claro que existen, pero la informaci�n de
que existen deber�a dar a cada ciudadano la medida da su ignorancia.
En vez de eso, le infunde el sentimiento insano de su propia
sabidur�a.
Si no fuese por esa falsa certeza, cimentada en el
argumentum
ad ignorantiam
que proclama inexistente lo que el ignorante desconoce, no existir�a
ning�n �derecho alternativo�, ninguna �teolog�a de la liberaci�n�,
ninguno de esos monumentos de arrogancia imb�cil dirigidos contra los
tesoros espirituales que, por el hecho de superar la comprensi�n del
intelectualillo medio, pueden f�cilmente ser negados, despreciados o
usados como chivos expiatorios de los cr�menes del propio
intelectualillo medio.
�ste, hoy, se ha vuelto inaccesible y cori�ceo. Cada clase que
recibe, cada libro que lee, cada programa de televisi�n que el infeliz
contempla le confirma a�n m�s en su loca certeza, al exaltar la
superioridad de �nuestro tiempo� sin recordar que esa superioridad
afecta s�lo a los datos materiales acumulados, los cuales no son
transmisibles por �smosis a quien no sepa descifrarlos personalmente.
Claro: recordar eso pone en grave aprieto. La conciencia de los
valores de las civilizaciones milenarias se ha transformado en el m�s
inestimable de los bienes. Inestimable y casi inaccesible. Su precio
es demasiado alto: la humillaci�n del hijo del siglo. Los ricos pagan
fortunas para no tener que pasar por eso. Los pobres, para evitarlo,
derraman su propia sangre en revoluciones in�tiles.
No constituye la menor de las iron�as de la situaci�n el hecho de
que, sin dejar de percibirla por completo, la
intelligentzia, en vez de reconocerla como obra suya, culpa de ella a alg�n factor
econ�mico-social externo, prometiendo algo mejor para la pr�xima
sociedad, que va a ser sacada de la chistera de alg�n �derecho
alternativo� o �teolog�a de la liberaci�n�. Y as� el mal se perpet�a,
reforzado por las promesas de extinguirlo.
Contra esas promesas, queda la pregunta: �qu� ha quedado de ochenta
a�os de producci�n escrita de la
intelligentzia
sovi�tica? Nunca ha habido tantos sabios como en aquella rep�blica
celestial donde los verduleros ten�an t�tulos de
Ph. D. y en la que, seg�n la profec�a de
Tr�tski, cada mec�nico de coches ser�a un
nuevo Leonardo Da Vinci. �D�nde han ido a
parar aquellas toneladas de tratados, de tesis acad�micas, de ensayos
magistrales? No ha quedado nada. Ni siquiera en China se lee ya esa
formidable porquer�a. Ni en Cuba. Pero eso no es un problema: si la
importaci�n de las tonter�as sovi�ticas se ha acabado, la producci�n
de las universidades occidentales se ha hecho aut�noma. No habr�
escasez de Negris y
Chomskis en el mercado.