La opci�n fundamental

Olavo de Carvalho

O Globo, 12 de agosto de 2000

Para el cristianismo, el juda�smo, el islamismo y todas las tradiciones espirituales del mundo, cada vida humana tiene una finalidad, un sentido, que se mantiene invisible en gran medida a las personas circundantes, que al propio individuo s�lo se le revela poco a poco, y que s�lo se iluminar� por completo cuando dicha vida, una vez concluida, pueda ser medida en la escala de la suprema perfecci�n, de la suprema sabidur�a, de la suprema santidad. Esa escala es esencialmente la misma para todas las �pocas y lugares, y llega a ser conocida por los ejemplos de los santos y profetas � en el cristianismo, por el ejemplo del propio Dios encarnado. El problema humano fundamental es descubrir el medio para que cada uno se acerque a ese ideal unitario a trav�s de la variedad de sus expresiones simb�licas y doctrinales, as� como de las contradicciones y transformaciones de la vida misma.

Para las modernas ideolog�as revolucionarias, la vida individual no tiene ning�n sentido y s�lo adquiere alguno en la medida en que participa en la lucha por la sociedad futura. La consecuci�n de ese objetivo es la que sirve de medida para la valoraci�n de los actos individuales. Una vez alcanzada la meta, todo lo que haya servido para "acelerarla", incluso el pecado, el fraude, el crimen y el genocidio, ser� rescatado en la unidad del sentido final y, por tanto, considerado bueno. Lo que contribuya a "atrasarla" ser� malo. El mal y el bien se resumen, en �ltimo an�lisis, en lo "reaccionario" y lo "progresista". Sin embargo, como no hay un plazo predeterminado para el desenlace salvador, el "acelerar" y el "atrasar" tienen sentidos ambiguos, que se alternan seg�n las contradicciones del movimiento hist�rico. Un d�spota, un tirano, el no va m�s del reaccionarismo para sus contempor�neos, puede convertirse retroactivamente en progresista si se descubre que contribuy�, "malgr� lui", a acelerar un proceso que desconoc�a por completo. En otra fase, el juicio puede invertirse, seg�n las nuevas interpretaciones de "atraso" y de "aceleraci�n" pertinentes en el momento. Lu�s XIV, Iv�n el Terrible, Robespierre o Stalin ya han pasado varias veces del cielo al infierno y viceversa.

Los modelos de conducta del hombre espiritual forman un pante�n estable, un patrimonio civilizacional adquirido, en el que cada individuo puede buscar la inspiraci�n que le capacite para comportarse bien, independientemente de las convicciones imperantes en su �poca y en su entorno, mientras que los modelos del revolucionario son entidades m�viles que no valen nada sin la aprobaci�n del consenso contempor�neo. Juana de Arco y Francisco de As�s pudieron ser santos en contra de la autoridad colectiva. Pero nadie puede hacer la revoluci�n en contra del consenso revolucionario.

En la perspectiva espiritual, la meta de la existencia es que cada uno busque su perfecci�n en la vida de ahora, haciendo el bien a personas de carne y hueso que pueden responderle y juzgarle, diciendo si fue un bien de verdad o un falso bien que s�lo les ocasion� el mal. En la �ptica revolucionaria, lo que importa es "transformar el mundo" y beneficiar a las generaciones futuras, importando poco el mal que eso cueste a la generaci�n actual. El destinatario del bien est� por tanto ausente y no puede juzgarle, excepto a trav�s de sus representantes auto-designados, que son precisamente esos mismos auto-designados bienhechores.

En la visi�n tradicional, los ejemplos de perfecci�n son muchos y su conducta est� meticulosamente registrada en los libros sagrados y en los testimonios de los creyentes. La sociedad perfecta, en cambio, nunca ha existido y el �nico modelo a nuestra disposici�n es una hip�tesis futura, cuya descripci�n idealizada es en general muy vaga y aleg�rica, cuando no completamente evasiva.

"Todo lo que sube, converge", dec�a Teilhard de Chardin. El estudio de las religiones comparadas muestra la profunda unidad y coherencia de las grandes tradiciones en lo que se refiere a las virtudes esenciales. Por eso los profetas jud�os son modelos de perfecci�n para los cristianos, los sabios hind�es para los musulmanes, y as� sucesivamente. En la esfera revolucionaria, en cambio, cuanto m�s encarne un hombre con perfecci�n su propia ideolog�a, como Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, tanto m�s odioso y abominable se vuelve para los seguidores de otros partidos. Como mucho puede existir entre ellos la mutua admiraci�n envidiosa de aquel que desear�a apropiarse de los talentos del enemigo para poder destruirlo m�s f�cilmente. No hay virtud fuera de la fidelidad partidaria.

Las virtudes del hombre espiritual son expl�citas y definidas, tienen un contenido conceptual identificable: piedad, generosidad, sinceridad, etc. Las del revolucionario son ocasionales, utilitarias e instrumentales. En la terminolog�a de Max Scheler, la �tica de la persona religiosa es "material", tiene por objeto conductas y actos espec�ficos; la del revolucionario es "formal", se reduce a una ecuaci�n gen�rica de fines y de medios. Por eso el hombre espiritual, conociendo el concepto de la conducta correcta, puede guiarse a s� mismo, haciendo el bien de acuerdo con su conciencia sin tener que seguir a nadie. En cambio, el revolucionario s�lo puede estar en la conducta correcta cuando act�a de acuerdo con la "l�nea justa" del movimiento revolucionario tal como es formulada, en cada etapa, por los l�deres y por las asambleas. La posibilidad de una conducta independiente es ah� nula y auto-contradictoria.

No existe la m�nima posibilidad de acuerdo entre las �ticas de las grandes tradiciones espirituales y la mentalidad revolucionaria de cualquier especie que sea. Un d�a cada hombre tendr� que escoger. Los que escamotean la fatalidad ineludible de esa elecci�n, intentando embellecer las ideolog�as revolucionarias con frases copiadas de las tradiciones espirituales, hacen eso porque, en verdad, ya han escogido. Como dec�a Simone Weil, estar en el infierno es imaginarse, por enga�o, que se est� en el cielo.