De Stalin a Madonna
Olavo de Carvalho
�poca, 8 de julio de 2000
Invasiones de tierras y manifestaciones gays: �qu� tienen en com�n el tema del hambre y el de la lujuria?
El recetario de la pseudo-cultura contempor�nea manda repetir diariamente, en dosis regulares, por v�a oral y escrita, el estereotipo seg�n el cual la miseria creciente nos pone al borde de la revoluci�n social. Esa f�rmula, muy eficaz para elegir diputados e investir de una autoridad sacramental y prof�tica a los comentaristas de TV, s�lo falla en una cosa: en la descripci�n de la realidad. Ni nuestra miseria es creciente, ni la miseria creciente, donde ha existido, ha producido revoluciones jam�s.
Por un lado, casi 100 millones de brasile�os viven hoy entre lo medio, lo bueno y lo �ptimo. Y si quedan el 8% o el 9% de indigentes, que los informes internacionales denuncian con falsa indignaci�n para infundirnos culpa y verg�enza, eso s�lo demuestra que una naci�n poderosa y creativa ha conseguido sacar de la miseria, en las �ltimas cuatro d�cadas, al 30% de su poblaci�n � una realizaci�n mayor que la de todos los New Deals y Planes Quinquenales conocidos.
Por otro lado, las revoluciones nunca acontecen en pa�ses con una econom�a decreciente, ni son jam�s efecto de la pobreza. Ocurren cuando una prosperidad ascendente se junta a una excesiva centralizaci�n del poder.
Esa mezcla es explosiva: la expansi�n del aparato administrativo, jur�dico y educativo, sustentado por impuestos altos, crea una nueva clase de bur�cratas y de intelectuales y, d�ndoles un poder creciente, despierta en ellos la ambici�n del poder ilimitado. Es precisamente esa clase, la principal beneficiaria de la situaci�n, la que hace las revoluciones. Cuando descubre que ya no necesita respetar fortunas, prestigios o tradiciones, que ahora puede controlar, multar, atemorizar, acusar, denunciar, chantajear, ya no se contenta con eso: quiere prender, saquear, fusilar.
As� sucedi� en Francia, en Rusia, en China, en Cuba. Las revoluciones son la rebeli�n de los nuevos depredadores contra sus v�ctimas, que nunca son lo suficientemente d�ciles. Si a alguien le resulta extra�o que la izquierda nacional est� compuesta principalmente por funcionarios p�blicos y por gente instruida, en vez de por proletarios, es porque no sabe que todas las izquierdas revolucionarias han sido as�. Las izquierdas proletarias son reformistas, prudentes, conservadoras.
Pero, si eso muestra la falsedad de la f�rmula que he mencionado antes, muestra tambi�n por qu� la miseria, a pesar de declinante, se vuelve cada d�a m�s atrayente. La miseria es la �nica justificaci�n moral razonable para volver el mundo del rev�s. Cuando disminuye, el discurso legitimador de las revoluciones pierde gas.
Urge, por tanto, airearla. Si se acaba, lo �nico que quedar� para ser explotado por el discurso revolucionario ser�n pretextos menores, ficticios, f�tiles: ri�as de marido y mujer, insatisfacciones sexuales, pendencias de raza, en fin, toda esa ristra residual de bobadas con la que los c�rculos de intelectuales revolucionarios de los pa�ses ricos, suplen su extraordinaria falta de asunto. Pero ni la miseria ha acabado, ni estamos tan lejos del Primer Mundo como para que no podamos so�ar con peque�os lujos.
Por eso nuestros intelectuales revolucionarios titubean, oscilando entre el estilo Jo�o Pedro Stedile y el estilo Marta Suplicy, entre Stalin y Madonna, entre las invasiones de tierras y las fiestas gays: no saben si exigir pan para quien tiene hambre o una apoteosis de lujuria para quien lo tiene todo.