Palo a la conciencia, o la derecha de la izquierda
Olavo de Carvalho
�poca, 27 de mayo del 2000
Pocos d�as despu�s de declarar que las violencias del Movimiento de los Sin-Tierra (MST) no eran asunto de la polic�a, el gobernador M�rio Covas se ve ahora en la obligaci�n de tener admitir que tampoco lo es el que le peguen un palo en la cabeza. Cualquier ciudadano que recibe una patada en el trasero reacciona pidiendo una investigaci�n policial. El gobernador, herido en su �rgano pensante, est� obligado por sus propias palabras a no hacer nada m�s dr�stico contra el agresor que otorgarle una subvenci�n del Estado.
El episodio refleja, sin duda, la confusi�n de un pa�s en el que todos los conceptos de la ciencia �tica han sido desordenados para poder servir al �denuncismo� oportunista y ya no pueden cumplir su finalidad originaria de iluminar los juicios humanos. Cuando un gobernador ya no puede, sin contradicci�n l�gica, declarar que es delito que las personas le peguen palos, puede que el pa�s no est� al borde de la convulsi�n social, pero est�, ciertamente, al borde de la completa estupidez moral. Si seguimos as�, en breve el t�tulo del libro sat�rico de Malcom Bradbury, Eating People Is Wrong, empezar� a parecernos la temeraria afirmaci�n perentoria de un juicio dudoso.
Pero el palo � as� como el huevo ministerial que le sigui� � pone de manifiesto, adem�s, otro aspecto, m�s secreto, de la vida nacional. La generaci�n de Covas y Serra subi� al poder precisamente porque era la encarnaci�n hist�rica de la izquierda que volv�a a escena tras una d�cada de exilio. Pocos a�os despu�s, esa izquierda representa p�blicamente a la �derecha� y desempe�a con cierta naturalidad el papel que la l�gica imperante reserva para los derechistas, que es el de poner la cara para recibir.
Ante un fen�meno tan espantoso, la prensa reacciona con las generalidades de rigor sobre la violencia y la democracia, sin percibir m�nimamente que huevazos y palos � por no hablar de cosas peores � son la paga que la Historia tradicionalmente reserva a quienes, en la tragicomedia de las revoluciones, aceptan hacer el papel de derecha de la izquierda. El nombre mismo que los designa � socialdem�cratas � indica la naturaleza intermediaria de la funci�n que desempe�an: llevados al poder a t�tulo provisional, tienen que allanar el camino a la revoluci�n y luego desaparecer para siempre. Lo que pasa es que mientras tanto tienen que gobernar, y acaban adquiriendo, a los ojos de la �izquierda aut�ntica�, los rasgos de sus antecesores derechistas. Pero �stos han desaparecido de escena y s�lo sobreviven como im�genes de un pasado extinto, derrotado, muerto. En vida, eran temidos. Muertos, se han convertido en el pito del sereno y, en el semblante del que los encarna ahora, sea quien sea, la imagen de lo odioso aparece te�ida de flaqueza. De ah� el fen�meno, siempre repetido, de que la izquierda revolucionaria tenga mayor odio a sus socios socialdem�cratas que a los derechistas a los que su alianza combati� un d�a. Ante la verdadera derecha, era imposible evitar el miedo, y el miedo es una forma de respeto. Ahora el odio puede mostrarse sin mezclas: la falsa derecha est� ah� para recibir patadas, para que se le escupa, para ser escarnecida. Sus agresores saben que la dominan psicol�gicamente. Saben que lo m�ximo que har� ella es pasar la mano por la cabeza dolorida y conjeturar tristemente si un palo, as� como la invasi�n de un banco, no es una forma normal de expresi�n democr�tica.